martes, 25 de septiembre de 2018

CUIDEMOS LAS REDES

Me desperté esta mañana pensando en la situación de las radio emisoras, teniendo en cuenta que ya ahora no es fácil encontrar voces y programas que no estén alineados a lo que por costumbre se le sigue llamando gobierno, y caí en la cuenta que simplemente casi no tenía qué escuchar, a menos que me prestase a ser oyente de la fanfarronería mediática, de esa merme fanfarronería que no parece tener ni límite ni medida, ni tampoco dignidad, a la hora de pretender defender lo indefendible. Entonces, encendí mi computadora y me puse a retocar el borrador de una historia que estoy desarrollando, porque me gusta la narración, y además de pasar por mis propios apuntes, le dediqué unos instantes a las redes. Hablando de esto, si algo hace el contrapeso frente a la actual situación de la radio, sin duda, ese algo está íntimamente relacionado con las redes, con esas redes a las que tal vez no se les da la importancia que merecen y que no solo tienen. Hoy, las redes resultan fundamentales para informarnos y, a su vez, para dar a conocer nuestras opiniones, nuestra aprobación o desaprobación frente a tal o cual tema. Por eso, se me ocurre sugerir que cuidemos las redes. Debemos vigilar con mucho celo la libre vigencia de aquellos espacios cibernéticos en los que podemos enriquecer nuestros conocimientos y difundir nuestras opiniones. La tecnología nos ofrece muchas posibilidades. No se trata de decir que la radio ya fue, pero sí debemos fijarnos en las redes para valorarlas en su real dimensión, como herramientas que sirven incluso de apoyo, cuando por ejemplo se trata de hacerle el pare a los que creen que pueden mantener desinformado a nuestro país. Hoy, gracias a las redes, cualquiera de nosotros puede ser un reportero o corresponsal. Escribir, hablar frente a un micro o captar imágenes con una cámara ya no es cosa de personas “diferentes” del resto. Por eso, como decía, debemos cuidar las redes, porque no vaya ser que algún día estas terminen siendo obstruidas y entonces vendrán las tristes horas de lamentaciones ante la falta de libertad. Luis Hernández

domingo, 11 de marzo de 2018

VENEZUELA MIGRACIÓN O ESTAMPIDA

“Las locas ilusiones me sacaron de mi pueblo”, dice la letra del valse El Provinciano de Laureano Martínez, y cito aquella letra porque encuentro que tiene bastante vigencia en la realidad. Por una parte, podemos ver cómo los provincianos vienen a la capital, para cumplir con su sueño de conocer la gran ciudad, y observamos cómo también los capitalinos salen de viaje para conocer el gran Miami por ejemplo. Pero, aparte de las ilusiones y sueños, en la realidad existen otros factores por los que los miembros de la sociedad también se trasladan de un lugar a otro. Entre aquellos otros factores, podemos mencionar la desigualdad, la pobreza, la carencia de servicios como salud, educación, el centralismo capitalino, el subdesarrollo de nuestras naciones. Está muy claro pues que no todos los que migran de su tierra lo hacen como simples turistas que, al regresar a sus pueblos, les contarán a sus paisanos la de maravillas que en su viaje encontraron. Sin embargo, al observar el caso venezolano, me parece que no todos los movimientos poblacionales pueden ser calificados como migraciones. Por su dimensión y magnitud, algunos de esos movimientos se perfilan como estampidas, cuya explicación está en la situación de las condiciones de vida que se dan sobre la base económica y debajo de la superestructura de una realidad determinada. Cuando las relaciones sociales de producción se vuelven insostenibles, la clase dominante empieza a perseguir a los que se atreven a rebelarse, ante la posibilidad de ser víctimas de algún régimen de explotación. Entonces, el sistema trata de cubrir las relaciones de producción imperantes, con un manto de supuesta honestidad y pureza ética que es ideológicamente decorado con atractivas figuritas que buscan atraer la atención de los sensibleros, de los diletantes, de los bohemios de la izquierda y de algunos ingenuos. Sin embargo, la estampida resulta imparable. Tal es lo que ocurre en la actualidad con un gran número de venezolanos que han salido de su amada patria, dejándolo todo, al ver que no les quedaba más que partir para buscarse el pan y defender la vigencia del derecho natural al desarrollo y a la realización de cada uno de ellos, como personas humanas que son. Algunos hacen un paralelo entre lo que hoy sucede con los venezolanos y lo que ocurrió en los años ochenta con los peruanos, y en cierta medida el paralelo se ajusta a lo que fueron las cosas. Digo en cierta medida porque, felizmente, entre nosotros no logró imponerse el totalitarismo, promovido abiertamente por los terroristas; terroristas, a los que los negociantes de los derechos humanos hasta hoy defienden. Recordemos que en los años ochenta, sobre todo en medio de la situación y la crisis a la que nos condujo el primer gobierno pro estatista y socialistamente inflacionario del Apra, los peruanos no se iban de viaje para comprarse zapatillas nuevas en alguna tienda de Miamy o para cumplir con el típico sueño caviar de llegar a parís, contemplar tal vez el atardecer y escribir algún versito o pintar un cuadrito socialmente comprometido con no sé qué. Salvo los pitucos (varios de ellos caviarones) Más de un profesional tuvo que lavar platos en algún restaurante al que en otras condiciones hubiera podido llegar a comer como turista. Más de uno se vio en la necesidad de pasarse toda la semana parqueando carros, repartiendo periódicos o limpiando excusados, cosas que jamás hubieran hecho estando acá por ese “qué dirán” que solo la necesidad es capaz de arrancar de la mentalidad sobre todo de los miembros de las clases medias. En el curso de la estampida, la necesidad hace que las diferencias de clase pasen a un segundo plano, empujando al pequeño burgués a realizar los trabajos de algún proletario. Los apellidos y títulos profesionales no pesan, como lo pudieran haber hecho en sus lugares de origen, pues de nada sirve que te llames Fulano de Tal, cuando lo que aprieta es el hambre. En la actualidad, la situación de los venezolanos que han salido en estampida de su país es realmente crítica y merece toda la atención de los gobiernos de nuestra región, y a propósito de esto, deseo sugerir que no dejemos que nos sorprendan los que hoy buscan enfrentar a los peruanos con los venezolanos. En este punto, me refiero a los caviares que tanto aman a los golpistas dictadores de izquierda, así como a todo aquel que les dé billete. Con gran preocupación, estos ven que ya no les basta con insultar a los cubanos que están allá lejos, en Miamy. Ahora, se las tienen que ver con la presencia de los vendedores de arepas que van por las calles y plazas de Lima, poniendo al descubierto el carácter ruin y vil de ese modo de explotación totalitario e inhumano que los socialistas idolatran y que quisieran vendernos, como si ese sistema fuese la quinta maravilla. Sería ideal que una estampida como la de los venezolanos, que hoy estamos observando en toda su crudeza, no se vuelva a repetir. Con toda la riqueza que tienen en su territorio, no creo que ellos merezcan estar de vendedores de arepas por las calles de tierras extrañas, por el hecho de no estar dispuestos a someterse y bajar la cabeza ante la figura de un nefasto dictador, que ahora se las da de matón y prepotente. Pero, para que no haya más estampidas ni en Venezuela, ni en ninguno de nuestros países, es necesario generar ciertas condiciones, y una de ellas, que es fundamental, pasa por la imperante necesidad de desterrar todo vestigio de explotación totalitaria de nuestra región. Hay una gran lección que la propia realidad nos deja: mientras el totalitarismo siga vigente en Latinoamérica y (mientras los gobiernos latinoamericanos le sigan haciendo la patería al totalitarismo) la estampida será una posibilidad latente entre nosotros. ¿Queremos que los venezolanos regresen a su país? ¡Claro que sí! Pero, de una buena vez por todas, ayudemos a que ese regreso sea digno. Luis Hernández